Los abuelos paternos eran originarios del sur de México, de los estados de Oaxaca y Chiapas. Ahí, eran frecuentes los movimientos telúricos, por lo cual ya estaban acostumbrados a ellos. La segunda generación, es decir, nuestros padres y tíos habían convivido poco con los temblores, siendo el más fuerte que les tocara el del 27 de julio de 1957 cuando el Ángel de la Independencia se desplomó. Para la tercera generación, o sea nosotros, no teníamos registro de algún sismo de consideración. Por lo menos no hasta ese momento.
Durante los más de 60 segundos que duró el terremoto, Verónica Reynold, una amiga del periódico El Universal, recordó que contemplaba con miedo el movimiento oscilatorio de un edificio en la periferia del Centro Histórico que se preveía venir abajo. Ella se encontraba dentro de uno de los pisos más altos, y aunque no se colapsó, en la memoria quedan grabadas las imágenes de pánico de aquel instante. A la fecha, no puede subir un edificio de más de tres pisos sin que sufra de vértigo y náuseas muy intensas.
Unos amigos de mi padre se encontraban cruzando en ese momento del sismo, la zona de conjuntos habitacionales de Tlatelolco. Se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo. Pararon el automóvil, observando los edificios principales. En un segundo, una lluvia de cristales y de alaridos cruzaban el aire. Se podía ver a personas que salían disparados por las ventanas, seguidos de camas y objetos varios. Acto seguido siguió el estruendo provocado por el derrumbre del edificio Nuevo León. Un ruido ensordecedor percibieron sus oídos, recuerdo que en 20 años no ha sido curado del todo.
La vida en varias zonas de la ciudad, continuaban sin sobresaltos. Después de tres horas del accidente, las líneas telefónicas del sur de la ciudad ya había restablecido el servicio. No así las del centro de la capital. Los que podían, trataban de solicitar información que les permitiera encontrar a sus familiares y amigos. Las primeras noticias de la gravedad del sismo, afectaron el ánimo y la esperanza de encontrar con bien a los seres queridos.
Junto al radio, seguíamos escuchando las narraciones. Estábamos tranquilos pero preocupados por lo que sucedía en la ciudad. En la casa, ya todos se habían reportado, encontrándose bien. El servicio de agua, no funcionaba. Varios vecinos se organizaron y fueron a traer pipas para el abastecimiento de la colonia. Desalojamos la lavadora y conseguimos cuatro tambos para guardar el vital líquido. Aparte, la pileta que teníamos llena nos daba un poco de seguridad de contar con un abastecimiento suficiente. De hecho, no lo fue, debido a que más de 15 días estuvimos sin este servicio. Las pipas fueron varias veces al barrio y nosotros acarreábamos cuanto peso podíamos cargar. Estábamos también sin luz, más no recuerdo cuándo se restableció el servicio de energía eléctrica, pero fueron varios días después del siniestro.
La noche del 20 de septiembre de 1985, una réplica de 7.3° Richter asomó de nueva cuenta a la capital mexicana. En ese momento nos encontrábamos cenando, a la luz de las velas, cuando sentimos un mareo repentino, y oímos inmediatamente el agua de la pileta cómo pegaba fuerte en las paredes de cemento. Todo mundo corrió hacia afuera, al patio. Sin embargo, al momento de salir por la puerta, nos percatamos que las velas seguían encendidas. Entramos de nueva cuenta a la cocina y las apagamos.
Era mucho el miedo que sentía en ese momento. El ruido de las puertas, crujiendo, el agua produciendo un sonido muy semejante al olear del océano, el viento soplando con fuerza, haciendo sonar las ramas de los árboles, y mi abuelita, con esa tradición que se tenía en aquel entonces, de orar en voz alta, hacían que se le imprimiera a uno, el sentimiento de pánico más profundo.
Las noticias durante esos días eran buenas y malas. Varios compañeros y amigos de la familia no habían logrado salvarse. Otros más sí. Muchas personas se unieron a los grupos de rescate, voluntariamente, sin otro propósito que ayudar a los menos afortunados. Hubo donaciones de sangre, víveres, ropa, calzado, medicinas. La solidaridad era una palabra que se respiraba y se sentía a flor de piel. No importaba si eras rico o pobre, lo primordial era colaborar con lo que pudieras.
Tuvimos la oportunidad de ir en varias ocasiones al Centro Histórico, al Hospital La Raza. Durrante ese trayecto, vimos las ruinas de la ciudad, así como los trabajos de las personas que intentaban rescatar a quienes se encontraban ahí atrapadas. Días después, los hombres dieron paso a las máquinas para desalojar los escombros. Ya no había más que hacer.
Recuerdo sin embargo, que una noche estábamos viendo la TV y empezaron a transmitir un rescate. Era el de los bebés del Hospital Juárez. Se sentia mucha emoción, se transmitía alegría y esperanza. Algo que le hacía falta sentir a la Ciudad.
Al final de la tragedia, los números reflejan cifra frías. Estos son los datos oficiales: 6 mil y 7 mil muertos, 5 mil heridos y 40 mil damnificados; mil 381 edificios resultaron dañados, de los cuales 757 sufrieron colapso total. Fueron afectados 123 inmuebles públicos, mil 294 escuelas, 49 hospitales, 105 teatros y cines, mil 133 edificios particulares, once centros deportivos y 112 mercados, en una tragedia que se concentró en cuatro delegaciones en las que habitaban alrededor de 6 millones de personas.
Sin embargo, todos sabemos que los daños y pérdidas, tanto humanas como materiales fueron mucho más.
En la siguiente liga se encuentra una nota que amplía con mayor profundidad los datos sobre los terremotos del 19 y 20 de septiembre de 1985: http://noticias.vanguardia.com.mx/showdetail.cfm/484415/Miedo-y-llanto;-en-1985-un-sismo-devast%C3%B3-la-ciudad-de-M%C3%A9xico-/index.html
En memoria de aquellos que desde ese día ya no están con nosotros.